Debo comenzar por decir que no voy a escribir sobre religión, aunque la frase del título pertenezca a la liturgia católica. Por otro lado se puede decir que no deja de estar relacionado, por todo lo que la “palabra” significa en el contexto religioso.
Sin embargo, lo que me trae a escribir (pese al frío que entumece mis dedos) es que hace unos días fue una palabra, una sola palabra, la que me cambió la perspectiva sobre algo que llevaba pensando más de cinco meses.
A veces se nos olvida que hay detalles, como puede ser una palabrita aparentemente nimia, que conllevan un enorme poder con sus efectos y que, por lo mismo, deberíamos expresar o portar con responsabilidad. Generalmente no lo hacemos.
“Una palabra tuya bastará para sanarme”, y a veces, las más de las veces, una palabra bastará para romperme. Lo más constante en la existencia humana es nuestra fragilidad en todos los sentidos.
Una palabra puede tener connotaciones de muchos tipos de acuerdo con el contexto en que se la pronuncia, de acuerdo a la historia de quien la dice y quien la escucha. Pero hay palabras que, por norma general, en cierta sociedad o cultura ya llevan una carga positiva o negativa.
Hay palabras, por ejemplo, que nos dicen desde pequeños: frases hechas como “las matemáticas son difíciles”, “no sirves para el estudio”, “no sirves para el arte”, “deberías ser más…” o “deberías ser menos…”. Seguramente recordarás alguna(s) frase(s) que te tocó escuchar en la infancia o, quizá, alguna que tú pronuncias a las infancias.
Sin ir muy lejos puedo decir que un comentario que me hicieron en mi niñez me llevó a pasar de querer ser cantante a no querer hablar. Alguien simplemente etiquetó mi voz, le puso un adjetivo que hoy, más de 25 años después, me impide hablar con soltura y confianza. Cada quien sus traumas, si uno lo dice parece irrelevante, sin sentido, pero tuvo un poder inmenso. Fue una palabra, una etiqueta y eso fue suficiente para cambiar el rumbo de una vida. La persona que lo dijo es probable que ni siquiera lo recuerde.
¿Qué pasa entonces cuando, como docentes, con la voz de autoridad que de cierta forma se nos confiere, etiquetamos a un estudiante de “inquieto/a”, “incapaz”, “disperso/a”, “rebelde”? Puede que nada, puede que todo. No afirmo que sea ley, afirmo que el poder está ahí, que el riesgo está ahí y que deberíamos tener más cuidado con las palabras que escupimos.
Admito que escribo esto con un aire de incomodidad, pese a que llevo más de una semana pensando al respecto, pero más que la molestia me pesa el temor de no saber hasta dónde puedo construir o destruir con las baratijas esas que, dicen, se lleva el viento.
¿Y tú? ¿Mides el alcance de tus palabras cuando hablas? Reflexionemos un poco al respecto.
Con cariño,
∞ Miss Pili ∞